miércoles, 23 de abril de 2025

Herida de Octubre: Identidad que resiste



Por Wara Iris Ruiz Condori

“Yo tengo sangre india, y grita.”
—Fausto Reinaga

Yo no nací para complacer. Mi palabra no es ornamento, es cicatriz. Es el eco de dos octubres que marcaron mi carne, mi historia, mi forma de existir. Octubre de 2003 y octubre de 2019 no son páginas en un libro de historia: son heridas abiertas que laten en mí cada vez que hablo, comparto y respiro en mi mundo aymara. En esos octubres entendí que mi identidad no es folclore ni bandera: es memoria insurgente, es raíz que no se rinde.

 

Octubre de 2003: Infancia sitiada por el miedo

Tenía ocho años cuando llegaron las balas a la Extranca, al Puente de Río Seco y a Villa Ingenio. Ocho.
La infancia me fue marcada por el estruendo de los fusiles y el olor a gas lacrimógeno. En El Alto, la muerte caminaba por las avenidas como si fuera karisiri. Dormíamos tras dobles paredes, abrazados al silencio, esperando no ser alcanzados por una bala perdida. Mi madre oraba bajito. Yo, en cambio, miraba la pared, como si pudiera protegernos solo con los ojos llorosos.

Mi padre era vigilante comunitario. Pasaba las noches junto a una fogata, la silueta de su cuerpo recortada por las llamas. Ese fuego no era solo calor, era resistencia y cuidado. Era el anuncio de que no estábamos solos, de que incluso en la oscuridad había quienes defendían la vida y el territorio.
Este tiempo me enseñó que ser aymara no era solo portar un apellido, vestir o hablar un idioma ancestral. Ser aymara era tener el cuerpo en la mira y, aun así, mantenerse de pie.

Vi caer a jóvenes como mis vecinos, mis maestros. Vi madres gritar con la voz rota, recogiendo a sus hijos del pavimento en escarlata.
Los medios callaban.
El Estado disparaba por tierra y por aire.
La historia oficial negaba.
Pero yo recuerdo.
Y la memoria no olvida.

 

Octubre de 2019: El desprecio sigue, la dignidad también

Dieciséis años después, otro octubre volvió a incendiar la memoria. Esta vez fue mi abuelo quien marchó. Caminó por El Prado de La Paz con su poncho, su sombrero, su wiphala. Su cuerpo era una afirmación de existencia. Un recordatorio de que aquí seguimos.

Lo insultaron. Lo llamaron ignorante y retroceso.
No sabían —o no quisieron saber— que ese hombre había sido líder comunal, educador y sembrador de valores desde muy joven.

Así me di cuenta de que el racismo aún estaba presente. Solo había aprendido a hablar con discursos democráticos y diplomáticos.
Las mismas élites que aplaudían al norte global y sus modales, despreciaban nuestras polleras, nuestras lenguas, nuestras trenzas.
No entendían que no éramos obstáculo, sino raíz.
Que no éramos amenaza, sino fundamento.
Que nuestro paso no era retroceso, sino camino hacia algo más justo, más humano, más nuestro.

Reinaga escribió: “La cultura del indio es superior a la occidental porque es más humana, más espiritual, más justa.”
Yo no lo repito por romanticismo.

Lo afirmo porque lo he vivido.
Porque esa humanidad fue la que me sostuvo cuando el miedo intentó quebrarme.

 

La memoria como trinchera

Soy hija de la papa, de las montañas, de abuelos con manos agrietadas por el trabajo en la tierra y la resistencia.
Vengo de cocinas con ollas bajo tierra, de calles con barricadas, de cuerpos que no se dejaron borrar entre fogatas y marchas, balines y llantos, entre silencios impuestos y palabras susurradas en lengua aymara (Wawa… jani llakisimti).

Mi historia no está en los libros, pero vive en las plazas, ferias y calles que resisten en El Alto sahumado con migración.

Ser aymara es una forma de respirar el mundo a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar.
Es reciprocidad como ley.
Es respeto a la Pachamama como filosofía de vida.
Es justicia basada en la restauración del equilibrio.

Y también es grito.
Es furia.
Es no agachar la cabeza aunque tiemble el suelo.

 

Hacia una revolución que brote desde la raíz

No puede haber cambio real en Bolivia si no nos atrevemos a mirar hacia adentro.
Si seguimos creyendo que lo indígena es pasado o folclore.
Si seguimos incluyendo desde el token, desde la cuota, desde la foto, pero no desde la transformación del poder.

No queremos ser incluidos. Queremos construir un nuevo pacto donde los pueblos originarios no sean invitados, sino arquitectos.
Donde nuestras formas de vida, nuestros sistemas de pensamiento, nuestros sueños colectivos, sean la base de algo nuevo.
De algo mejor.

Así me levanto desde los ajayus de octubre, para caminar como mi abuelo: con la frente en alto.
Deseo justicia.
Y la justicia empieza por recordar.
Por contar lo que pasó.
Por no permitir que lo repitan.
Porque, aunque nos quisieron enterrar con balines y con insultos, no sabían que éramos semilla.
Y esa semilla ya germinó, y aún lo hará.

“No hay revolución sin la revolución india.”
—Fausto Reinaga

Bibliografía

              Reinaga, F. (1970). La revolución india. Ediciones Potosí.

              CIDH (Comisión Interamericana de Derechos Humanos). (2005). Informe sobre la situación de los derechos humanos en Bolivia durante los sucesos de octubre de 2003. Organización de los Estados Americanos.

 


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