Por Wara
Iris Ruiz Condori
“Yo
tengo sangre india, y grita.”
—Fausto Reinaga
Yo
no nací para complacer. Mi palabra no es ornamento, es cicatriz. Es el eco de
dos octubres que marcaron mi carne, mi historia, mi forma de existir. Octubre
de 2003 y octubre de 2019 no son páginas en un libro de historia: son heridas
abiertas que laten en mí cada vez que hablo, comparto y respiro en mi mundo
aymara. En esos octubres entendí que mi identidad no es folclore ni bandera: es
memoria insurgente, es raíz que no se rinde.
Octubre de 2003: Infancia sitiada por el miedo
Tenía
ocho años cuando llegaron las balas a la Extranca, al Puente de Río Seco y a
Villa Ingenio. Ocho.
La infancia
me fue marcada por el estruendo de los fusiles y el olor a gas lacrimógeno. En
El Alto, la muerte caminaba por las avenidas como si fuera karisiri. Dormíamos
tras dobles paredes, abrazados al silencio, esperando no ser alcanzados por una
bala perdida. Mi madre oraba bajito. Yo, en cambio, miraba la pared, como si
pudiera protegernos solo con los ojos llorosos.
Mi
padre era vigilante comunitario. Pasaba las noches junto a una fogata, la
silueta de su cuerpo recortada por las llamas. Ese fuego no era solo calor, era
resistencia y cuidado. Era el anuncio de que no estábamos solos, de que incluso
en la oscuridad había quienes defendían la vida y el territorio.
Este tiempo
me enseñó que ser aymara no era solo portar un apellido, vestir o hablar un
idioma ancestral. Ser aymara era tener el cuerpo en la mira y, aun así,
mantenerse de pie.
Vi
caer a jóvenes como mis vecinos, mis maestros. Vi madres gritar con la voz
rota, recogiendo a sus hijos del pavimento en escarlata.
Los medios
callaban.
El Estado
disparaba por tierra y por aire.
La historia
oficial negaba.
Pero yo
recuerdo.
Y la memoria
no olvida.
Octubre de 2019: El desprecio sigue, la dignidad también
Dieciséis
años después, otro octubre volvió a incendiar la memoria. Esta vez fue mi
abuelo quien marchó. Caminó por El Prado de La Paz con su poncho, su sombrero,
su wiphala. Su cuerpo era una afirmación de existencia. Un recordatorio de que
aquí seguimos.
Lo
insultaron. Lo llamaron ignorante y retroceso.
No sabían —o
no quisieron saber— que ese hombre había sido líder comunal, educador y
sembrador de valores desde muy joven.
Así
me di cuenta de que el racismo aún estaba presente. Solo había aprendido a
hablar con discursos democráticos y diplomáticos.
Las mismas élites
que aplaudían al norte global y sus modales, despreciaban nuestras polleras,
nuestras lenguas, nuestras trenzas.
No entendían
que no éramos obstáculo, sino raíz.
Que no éramos
amenaza, sino fundamento.
Que nuestro
paso no era retroceso, sino camino hacia algo más justo, más humano, más
nuestro.
Reinaga
escribió: “La cultura del indio es superior a la occidental porque es más
humana, más espiritual, más justa.”
Yo no lo repito por romanticismo.
Lo afirmo
porque lo he vivido.
Porque esa
humanidad fue la que me sostuvo cuando el miedo intentó quebrarme.
La memoria como trinchera
Soy
hija de la papa, de las montañas, de abuelos con manos agrietadas por el
trabajo en la tierra y la resistencia.
Vengo de
cocinas con ollas bajo tierra, de calles con barricadas, de cuerpos que no se
dejaron borrar entre fogatas y marchas, balines y llantos, entre silencios
impuestos y palabras susurradas en lengua aymara (Wawa… jani llakisimti).
Mi
historia no está en los libros, pero vive en las plazas, ferias y calles que
resisten en El Alto sahumado con migración.
Ser
aymara es una forma de respirar el mundo a más de 4.000 metros sobre el nivel
del mar.
Es
reciprocidad como ley.
Es respeto a
la Pachamama como filosofía de vida.
Es justicia
basada en la restauración del equilibrio.
Y
también es grito.
Es furia.
Es no
agachar la cabeza aunque tiemble el suelo.
Hacia una revolución que brote desde la raíz
No
puede haber cambio real en Bolivia si no nos atrevemos a mirar hacia adentro.
Si seguimos
creyendo que lo indígena es pasado o folclore.
Si seguimos
incluyendo desde el token, desde la cuota, desde la foto, pero no desde la
transformación del poder.
No
queremos ser incluidos. Queremos construir un nuevo pacto donde los pueblos
originarios no sean invitados, sino arquitectos.
Donde
nuestras formas de vida, nuestros sistemas de pensamiento, nuestros sueños
colectivos, sean la base de algo nuevo.
De algo
mejor.
Así
me levanto desde los ajayus de octubre, para caminar como mi abuelo: con la
frente en alto.
Deseo
justicia.
Y la
justicia empieza por recordar.
Por contar
lo que pasó.
Por no permitir
que lo repitan.
Porque,
aunque nos quisieron enterrar con balines y con insultos, no sabían que éramos
semilla.
Y esa
semilla ya germinó, y aún lo hará.
“No
hay revolución sin la revolución india.”
—Fausto Reinaga
Bibliografía
•
Reinaga,
F. (1970). La revolución india. Ediciones Potosí.
•
CIDH
(Comisión Interamericana de Derechos Humanos). (2005). Informe sobre la situación
de los derechos humanos en Bolivia durante los sucesos de octubre de 2003.
Organización de los Estados Americanos.
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